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Desfatalizar el mundo*
Entrevista a Pierre Bourdieu

Pierre Bourdieu: Creo que siempre he sido colmado y decepcionado por el mundo académico al mismo tiempo. Desde muy temprano, he sentido dicha ambivalencia. Es difícil decirlo en este momento, porque voy a comentar, con palabras de hoy, experiencias pasadas. Desde que empecé a acercarme a ese mundo intelectual, con el que había soñado, la decepción no ha dejado de crecer. Leí muy pronto Las ilusiones perdidas, muy pronto, La educación sentimental, y me costaba creer que la imagen que esos libros daban del periodismo, del arte o de la literatura, fuera cierta. Y, sin embargo... Pero la Escuela Normal, sin ninguna duda, fue una etapa decisiva en esta clase de toma de conciencia. Es una constante: los universos escolares consagrados se encierran en una definición muy estrecha de inteligencia. El descubrimiento de esta ruptura fue, sin lugar a dudas, muy importante en la constitución de mi relación con el mundo intelectual. Quizás, nunca he cesado de reflexionar acerca de ello: ¿qué clase de inteligencia es ésta que se divorcia del mundo de la práctica y que, en cierta forma, impide comprender las lógicas prácticas? Si uno se dedica a las matemáticas, no es tan grave, pero cuando uno se dedica a la sociología o a la antropología, es problemático: las personas, cuyos comportamientos deben ser analizados, obedecen a lógicas que la lógica ignora. Tal problema parecía inquietar a muy poca gente. Tan sólo Bachelard y Cassírer, quienes planteaban, desde perspectivas muy diferentes, la cuestión de la relación entre las lógicas académicas, las formas simbólicas académicas —matemáticas, física— y las formas prácticas de la experiencia ordinaria, pudieron desentrañar tales dudas. Esa relación, para mí, no era obvia. Yo me sentía particularmente incómodo frente al consenso de los filósofos sobre la necesidad de poner en suspenso la doxa, la experiencia común.

Sylvain Bourmeau: Ese malestar es todavía más sorprendente si se tiene en cuenta su trayectoria social: era de esperarse que usted se sumergiera completamente en la academia.
PB.: Si hay algo singular en mi trayectoria, es el hecho de que en mí no se hubiera producido esa identificación tan común en la mayoría de los académicos promedio. La sociología me llevó a tomar distancia con relación a esa elección irreflexiva. Esta distancia se percibe frecuentemente como una contradicción: “tiene todas las condecoraciones y pretende despreciarlas”. No lo veo de ese modo. Precisamente, el hecho de sentirme molesto con mi condición de filósofo, egresado de la Normal, hizo que me encaminara hacia la sociología —y ésta reforzó aquello que me incomodaba, al clarificarlo. Entonces me convertí en un ser ambiguo dentro del mundo universitario.

S.B.: La sociología fue entonces, para usted, la oportunidad de un socioanálisis.
PB.: La relación con el origen social genera sufrimientos y mala fe. Buena parte de lo que afirman los escritores, los filósofos (Heidegger, por ejemplo), los sociólogos (en particular, a propósito del pueblo), se origina en esa relación no-controlada. Pienso que mi trayectoria o, más exactamente, la reflexión con respecto a ésta, me ha ayudado y guiado bastante en mis investigaciones. En las cosas más importantes (cómo manejar y cómo comportarse en una entrevista, cómo hablar —de los Cabiles, por ejemplo—, cómo escribir), conté con la ayuda de la distancia entre los universos. La primera experiencia del mundo social, mientras sea inconsciente y reprimida, suele ser fuente de errores científicos y políticos; pero puede convertirse en principio de lucidez y fuente de intuiciones (que deben ser, evidentemente, sometidas a un análisis crítico) al ser explicitada y controlada.

S.B.: ¿Puede hablarse de auto-terapia?
PB.: Mi trabajo ha significado, para mí, y también para otros, creo, un socio-análisis, casi clínico. La función de escritor militante —la que cumplí explícitamente en mis primeros trabajos sobre Argelia— oculta el papel clínico de desenmascaramiento de los mecanismos que generan sufrimiento... La sociología proporciona conocimientos en torno al mundo social, pero también sobre sí mismo. La adquisición de ese conocimiento de sí, es requisito para adquirir activamente —como investigador— o pasivamente —en calidad de lector— conocimiento sobre el mundo social. Lo cual implica una dimensión para iniciados en la enseñanza de la sociología. En ocasiones me presentan como un gurú que sólo puede trabajar con un reducido círculo de fieles. En realidad, se trata de personas que se han convertido, no a mí, sino a una cierta manera de ver la vida social, y que son capaces de ver las cosas más ordinarias de manera distinta a como se las ve ordinariamente. Un famoso sociólogo norteamericano hablaba del “ojo sociológico”, y la sociología, cuando es vivida plenamente, da, literalmente, nuevos ojos.

S.B.: Al llegar a la Escuela Normal, ¿usted ya se había construido un campo propio, una relación más personal con ciertos autores?
PB.: En la Escuela Normal, un tanto como reacción a los alumnos “modelo”, en cuya perspectiva debí sacrificar tanto, como todo el mundo, para ser admitido, y que con el paso del tiempo me produjo repugnancia (juré nunca más caer en esa trampa, luego, otras razones me alejaron de las expectativas escolares) hizo que me revelara contra el “programa” —literalmente, el de la informática— que impone toda institución escolar. Y, con el fin de escapar a la “programación escolar” de mi cerebro, consagré la mayor parte de mi tiempo a producir armonía y contrapunteo, con la intención, claro está, de convertirme en director de orquesta. Eso duró algunos años, pero había comenzado demasiado tarde y debí decantar, si se puede decir de ese modo… Fue una reacción contra el lado «polar» de algunos de mis condiscípulos que, a propósito, se convirtieron luego en eminentes miembros de la jerarquía filosófica (C.N.U., etc.). En todas esas elecciones, como en otras tantas de la vida, es difícil saber cuánto hay de reacción contra y cuánto de inclinación pro. Ese fue el caso particular de mis escogencias filosóficas. Todos mis rechazos se inspiraban, de una manera un poco paradójica, en una suerte de “aristocratismo” (mis condiscípulos me parecían con frecuencia tan ingenuos): eso podía conducirme a elecciones —la de los filósofos menospreciados, como Hume, o relativamente secundarios, en ese entonces, como Leibniz— que iban en contravía de las elecciones usuales del aristocratismo escolar. Un poco, como en un campo completamente distinto, el rugby, que practiqué hasta mi ingreso a la Escuela Normal. Todo eso hacía parte de mis distancias. En filosofía, era Hume, pero también, más que Heidegger, Husserl, Erfarhung und Urteil, que leía aplicadamente en el original —en Meditaciones Pascalianas utilicé traducciones que realicé entonces—. Como la tendencia estaba del lado de una fenomenología blanda, me metí con lo más duro: historia de las ciencias, filosofía de las ciencias, etc. Conmigo había otros que reaccionaban del mismo modo.

S.B.: Personas de distintas procedencias estaban en ese entonces contra el existencialismo.
PB.: La reacción que se manifestó en los años 70 se esbozaba ya a través de una ruptura con un personalismo, que me parecía tonto y sin rigor —algo similar a lo que ocurre hoy con la filosofía política que florece del lado de la revista Esprit. Sin embargo, mis rechazos tenían un blanco. El texto de Husserl, al que me referí hace un instante, planteaba problemas cercanos (con lo noción de Habituälitat, por ejemplo), a los que planteé desde entonces. Desde ese momento, mis elecciones apuntaron a posiciones estigmatizadas o más bien despreciadas. No fue la última vez que franqueé la frontera más sagrada para los intelectuales franceses: aquella que separa lo chic de lo no chic. Trasgresión que, comparada con la de nuestros falsos escritores malditos, resultaba, si se puede decir, un chiste. El coraje, en ese caso, consiste en afrontar el riesgo de ser calificado como vulgar y filisteo. Pienso, por ejemplo, en mi trabajo sobre los museos, cuyo resultado fue publicado en L’amour de l’art. Publicar un modelo matemático sobre la probabilidad de acceder a los museos, en un momento en que otros autores, con la ilusión de la ruptura radical, se interesaban en Antonin Artaud o Raymond Roussel (a quienes también leía, sobre todo a Artaud), resultaba cuasi suicida. Y representé durante mucho tiempo, al menos para los malintencionados, esa imagen de enemigo de las artes y las letras... Con los combates de estos últimos días, por o contra el arte moderno, en los que los falsos amigos se han juntado abiertamente con los verdaderos enemigos, en los que los falsos revolucionarios —como Baudrillard— se unieron con los más conservadores —como Jean Clair— todo es más claro.

S.B.: Volviendo a sus años de formación, usted había, creo, iniciado un trabajo sobre la fenomenología de la vida afectiva, ¿de qué se trataba?
PB.: Pretendía, por razones que no eran del todo intelectuales, hacer algo que me permitiera conciliar aquello que la fenomenología rigurosa puede aportar, sobre todo en lo que tiene que ver con el modo práctico de establecer una relación con el mundo, con el opuesto absoluto del campo filosófico por esos días, me refiero a la historia de las ciencias, la filosofía de las ciencias, etc. Fue cuando fui a ver a Canguilhem. Él había proyectado, para mí, una carrera como la suya: debía ir a enseñar filosofía a la Khâgne del liceo Pierre-Fermat de Toulouse, donde él mismo había enseñado en el pasado, mientras realizaba estudios de medicina, como los que él había hecho. Tomé otro camino. Decidí quedarme en Argel para adelantar mi investigación —lo que provocó una crisis (provisoria) en mí relación con Canguilhem.

S.B.: Argelia es un momento clave en su carrera.
PB.: Lo que en principio viví como un desastre, mi partida obligada para Argelia, fue, sin lugar a dudas, la oportunidad de mi vida. Al final de mi servicio militar, decidí escribir -con el fin de “ilustrar a la opinión francesa”— un pequeño libro, Sociologie de l’Algerie (que es una especie de compendio crítico de las opiniones sobre ese país), con el objeto de regresar luego a mis queridos estudios fenomenológicos. Entonces, los franceses estaban divididos en dos formas de ignorancia. Una simpática, que los llevaba a apoyar la lucha de los argelinos por su independencia; la otra, antipática, que los llevaba a proclamar la defensa de la Argelia francesa. Finalmente, tras muchos titubeos, comencé una investigación etnológica sobre la Cabilia. La aparición de Lévi-Strauss le devolvió a la etnología el prestigio que había perdido y me permitió hacer el tránsito de la filosofía hacia las ciencias sociales. Cuando realicé mis estudios, la sociología era una de las disciplinas más desprestigiadas. Y sigue siéndolo, al menos para los filósofos.

S.B.: En esa época usted leía a diversos antropólogos culturalistas anglosajones.
PB.: Sí. En mis investigaciones, para profundizar lo que discutíamos al principio, pensaba frecuentemente en los campesinos berneses. De tal modo que, francamente, decidí abordarlos directamente como objeto de estudio. Fue una manera de preguntarme por la relación familiar con el mundo social (problema planteado por la tradición fenomenológica), pero de manera casi experimental, tomando por objeto esa relación y la diferencia que la separa de la visión científica, a la cual se llega a través del análisis (en especíal el estadístico). Creo que logré un avance significativo en el control de mi pasado y de mi inconsciente social: esa investigación, que me permitió mirar de cerca a los campesinos berneses, quienes me resultaban familiares sin dejar de ser exóticos —tal y como había aprendido a observar a los campesinos de Cabilia, que me eran extranjeros-, me condujo a aplicarles la mirada etnológica, mirada de objetivación, pero también de comprensión respetuosa, sobre todo hacia aquello que el sistema escolar me había enseñado a despreciar. En contraposición, pude comprender mejor, creo, lo que hice en Argelia y teorizarlo.

S.B.: A partir de ese momento, usted adopta permanentemente esa postura reflexiva, multiplica los tests sobre cosas personales, hasta llegar a Homo Academicus, libro en que toma por objeto el mundo universitario, del cual usted forma parte. En ese sentido, es un libro muy valiente.
PB.: En ese libro se vio una suerte de denuncia, cuando en realidad estaba hablando de mí y de cuanto había contribuido a hacer de mí lo que era, para bien o para mal. Fue un trabajo difícil de autoanálisis, que varias veces abandoné y retomé. Para mí fue como una especie de traición hacia mi propio medio —hallé ese mismo sentimiento expresado por Karl Kraus. Y me pregunto si las leyendas que me rodean —y que me producen sufrimiento, porque están, creo, en las antípodas de lo que soy o creo ser— no se originan en el hecho de que en ese libro, como en Los herederos y La distinción, fui quien traicionó los secretos de la tribu. Por ejemplo, analicé el poder universitario, como control del tiempo de los demás: poder de diferir de manera durable, haciendo esperar, posponiendo las fechas de defensa de una tesis, de una publicación, etc. En estos tiempos de restauración, hay ejemplos terribles todos los días: los profesores universitarios que se sienten desclasificados se las ingenian para multiplicar las formas veladas de violencia represiva. Tengo un buen ejemplo, que hace parte de mi historia personal. A mediados de los años 60, habiendo pasado de la filosofía a la etnología, y de ésta a la sociología, contemplé la posibilidad de hacer una tesis en sociología. Le propuse a Raymond Aron (quien me permitió escapar a tiempo de Argelia ofreciéndome un puesto de profesor asistente en la Sorbona) tejer conjuntamente varios trabajos en curso para elaborar con ellos una tesis: el texto que se convirtió en Trabajo y trabajadores en Argelia, sobre la sociología de las conductas económicas en el medio urbano; una investigación argelina (doscientas monografías de familia) sobre la economía doméstica (también en el medio urbano); y finalmente mi trabajo sobre las transformaciones de la sociedad campesina argelina determinadas, por la guerra y los desplazamientos de población efectuados por el ejército francés (lo cual produjo Le déracinement). Me respondió: “Eso no es digno de usted”. Fue muy sincero, muy gentil y muy generoso —esperaba de mí una gran construcción teórica, que había esbozado ya en otra parte, y a propósito de la cual habíamos discutido en repetidas ocasiones. Pero fue también violencia simbólica de la peor clase, esa que se ejerce sin saberlo, porque se padece en el momento mismo en que se ejerce. Sin embargo, nadie como él me otorgó tanto reconocimiento, que es tan importante para un investigador en sus comienzos. Esto ocurrió en el momento en que se realizaban los ingresos y los exámenes. Decidí entonces que nunca haría la tesis. Y cumplí la promesa. Me siento muy contento: no sólo por haber hecho la carrera universitaria sin haber hecho esa concesión -en muchas ocasiones recordé la frase de Kafka: “No te presentes ante un tribunal cuyo veredicto no reconoces”— sino también porque conozco los efectos que produce la tesis, contra los cuales intento proteger a aquellas personas cuyo trabajo dirijo: falsa erudición, trabajo inútil, problemas académicos, etc.

S.B.: Decía que había llegado a pensar que las leyendas negativas que lo rodean se habían originado en su obra y particularmente en el análisis de los poderes, en especial los de tipo cultural. Contrario a lo que se escucha, por aquí y por allá, sobre el “Bourdieu mandarín”, lo que resulta más sorprendente al leer sus libros es el placer con el que usted analiza y cuestiona la institución; lo cual sucede incluso en la introducción de su último libro, donde afirma que envidia, con la distancia conveniente, la libertad de los artistas y los escritores.
PB.: Pienso, por ejemplo, en las páginas de Thomas Bernhard sobre Heidegger. Es magnífico. Dice tanto, con sus medios, como en un largo análisis. Muchas veces lamenté el hecho de no contar con un instrumento como el teatro para comunicar las adquisiciones de la sociología, y el estar constreñido por el decoro académico. Elfriede Jelinek, en Le pays des nuées, hace un collage de citas de filósofos, mezcladas con fragmentos de plegables turísticos: habría que hacer algo similar con lo que Louis Pinto llama las sociologías de lo cotidiano —Lefebvre, Barthes, Baudrillard, Lipowetsky, Yonnet, etc.—, quienes halagan su ego, y el nuestro, en ocasiones, denunciando los 777 hábitos de consumo popular. El análisis disuade y desestimula a menudo a quienes más interesados deberían estar en practicarlo. Más aún, cuando hay un montón de gente diciéndoles que el trabajo del sociólogo es aburrido, abstracto, etc. A menudo, en nombre del ideal de la trasgresión —cuyos defensores pasan su tiempo en los talk-shows de televisión— o en nombre de una mística blanchotiana o heideggeroholderliana del silencio extasiado. Mientras que gente como Gombrowicz, Hrabal, Bernhard, Jelinek y tantos otros, o en el campo de las artes plásticas, Gasiorowski, Boltanski, Messager, Saytour, Devautour, etc., para citar tan sólo franceses, instauran en el centro mismo del universo artístico, valores de ironía, irrisión, subversión, crítica de las evidencias y las apariencias, en síntesis de bien-pensants, que se encuentran muy cerca de la sociología tal y como la concibo.

S.B.: Volvamos a aquellos que denuncian su “poder”.
PB.: Los que hablan de mí “poder” están muy mal informados. Pero no estoy seguro de que deba sacarlos de su engaño... “El poder -decía Hobbes-, es ser presumido de poder”. Confieso que con frecuencia lamento el hecho de no poder proteger a los mejores jóvenes investigadores de las injusticias de que son víctimas, por un efecto vecino del conservatismo, académico y político, y de la mediocridad. Si el Colegio de Francia es un lugar de prestigio, no es, la mayor parte del tiempo, un lugar de poder académico en el sentido estricto: en el análisis del campo universitario que presenté en Homo academicus, las posiciones prestigiosas de los heréticos consagrados, como Levi-Strauss, Braudel o Dumézil, que han sido traducidos en todos los idiomas y que son conocidos en el mundo entero, no tienen, sin embargo, casi poder real en lo que concierne a los puestos y las carreras, y pueden incluso estar desprovistos de medios de investigación (como Foucault). El poder verdadero se consigue, por el contrario, en los comités y en las comisiones encargadas de la cooptación y del control de la reproducción del cuerpo académico. Sin embargo, creo que cuando se me describe como un ser obsesionado por la búsqueda del poder es, sin duda, por un reflejo elemental de la polémica: en lugar de poder o de saber cómo abordar la obra misma —siempre me he sentido decepcionado por la ausencia de verdaderas objeciones a mí trabajo-, se intenta descalificar, desacreditar, debilitar a quienes cuestionan los poderes, sobre todo a los de tipo simbólico, atacándolos personalmente con el pretexto de que también ellos son poderosos y de que tan sólo se les escucha por dicha razón. Se intenta, incluso, reducir el análisis de las condiciones sociales de la producción y el consumo de las obras literarias o artísticas a un mero odio del arte, de la literatura o de la filosofía, que, para colmo, todo desmiente. Quienes lo duden, pueden consultar la revista Líber, donde tratamos de defender todas las búsquedas vanguardistas, en arte, literatura, filosofía y ciencias sociales, al tiempo que intentamos abolir las fronteras de casta que separan dichas disciplinas o dichos géneros, al menos en Francia.

S.B.: La resistencia de cierto número de guardianes del arte a dejarse observar y analizar se encuentra ligada, a menudo, a una concepción antihistórica del arte. Lo mismo sucede con frecuencia en la filosofía: en los filósofos más avanzados de la actualidad —Habermas, por ejemplo, a quien usted se refiere con abundancia en las Meditations pascaliennes— puede encontrarse la misma creencia en la trascendencia.
PB.: Buena parte de la argumentación de quienes se comprometen con la defensa del arte, de la literatura o de la filosofía, se desprende de la afirmación de la excepcionalidad del “sujeto creador”. Ahora bien, ese frecuente culto de la singularidad destruye la singularidad. Mientras que un verdadero análisis histórico de lo que significa escribir Las flores del mal o La cartuja de Parma, restituye la singularidad de Baudelaire o de Stendhal mucho mejor que el culto del “creador”. Situar a Baudelaire, como lo hago yo en las Meditations pascalíennes, en su espacio literario, significa situarse en dicho espacio con el fin de hallar la singularidad de su punto de vista. Tal procedimiento permite aprehender lo que comparten todos los grandes fundadores, los grandes revolucionarios específicos: la capacidad de tomar posiciones normalmente excluidas por la lógica del campo, porque concilian cosas que son socialmente inconciliables, lo cual realizan soportando una formidable tensión.

SB.: Entonces, en lugar de reducir, de lo cual se les acusa con frecuencia, las ciencias sociales, pueden, por el contrario, restituir toda la riqueza de un punto de vista particular.
PB.: La academia, como la iglesia, según Max Weber, “rutíniza”, reduce lo extraordinario a lo ordinario y lo extra cotidiano a lo cotidiano. Los textos Baudelaire son, a menudo, de una violencia terrible (doy varios ejemplos Las Meditations pascalíennes), que escapa al lector de hoy porque es incapaz de darle vigencia al universo en el cual son efectivas.

S.B.: En materia política, las ciencias sociales en general —y su sociología en particular— adolecen de los mismos problemas de recepción que el arte. Sus trabajos sobre la política, vistas en ocasiones como desencantadores, pueden incluso —y es esta una crítica que puede hacérsele— producir un efecto desmovilizador.
P.B.: En efecto, la sociología produce, con frecuencia, creo, efectos de “revelación” o de licitud: quienes están dominados simbólicamente, las mujeres, las personas de origen humilde, los provincianos, los miembros de grupos estigmatizados, etc., se sienten autorizados a pensar y a expresar cosas hasta ese momento impensables o inexpresables; sienten que su existencia está un poco más justificada —he dado instrumentos para contrarrestar los efectos de la violencia simbólica ejercida por cierto número de instituciones, sin olvidar el arte mismo.

S.B.: Al leer su obra se tiene la impresión de un cambio de actitud en el transcurso de la década de los años ochenta, como si usted hubiera querido tener un control mayor de los usos de su sociología, llegando incluso a franquear los límites del universo científico.
P.B.: Pienso que, desde los años ochenta, la eficacia social de mi trabajo se acrecentó de manera notable. Creo ver indicios de lo anterior en la violencia y la frecuencia de las reacciones que ha suscitado. Cuando La distinción fue editada, Le nouvel Observateur publicó un artículo acompañado de una fotografía mía con la leyenda siguiente “un jdanovismo new-look”. Comentarios inspirados, con frecuencia, por personas que habían militado en el Partido Comunista (yo nunca lo hice) y que continuaban ilustrando modos de pensamiento y de expresión stalinoides que yo les reproché desde entonces— y sigo haciéndolo. Recientemente, fui acusado en varias ocasiones de ser “neostaliniano”. El mundo intelectual, que se cree tan libre, tan profundamente anticonformista, me parece invadido de profundos conformismos, entre los cuales el más perverso es, sin duda, el conformismo del anticonformismo, que hace posible la explotación abusiva de modelos heredados de las subversiones pasadas. Al mismo tiempo, casi siempre he estado en contravía, sin duda por un horror visceral al fariseísmo de la buena causa. No fui comunista cuando la mayoría de mis condiscípulos lo era, ni tampoco pertenecí al anticomunismo delirante, que fue a donde ellos se dirigieron cuando dejaron de ser lo que eran. En 1989 publiqué La noblesse d’Etat, donde recordé que fueron los herederos estructurales de la nobleza del antiguo régimen quienes celebraban con pompa el aniversario de la Revolución (véase si no al Sr. Shweízer, otrora director del despacho de Laurent Fabius). Podría multiplicar los ejemplos de mis intervenciones, percibidas a menudo como intempestivas —desde la firma a favor de la candidatura de Coluche, cuando se preparaba el irresistible ascenso de Miterrand, hasta la publicación de La miseria del mundo, balance de catorce años de “socialismo”. Todo esto me otorgó la reputación de aguafiestas. Pero el cambio que usted sitúa en los años ochenta se explica también por otros factores. Al final de mi lección inaugural en el Colegio de Francia, afirmé que el poder simbólico (el que confiere, por ejemplo, la consagración académica) podía ser utilizado para combatir el poder simbólico. Quizás el ingreso al Colegio de Francia me convenció de que contaba ya con suficiente poder simbólico para luchar eficazmente contra los abusos del poder simbólico —siempre lo había hecho en mis escritos— y que, al mismo tiempo, tenía la responsabilidad de utilizar ese poder con la mayor eficacia posible. ¿Cómo? Interviniendo en la vida pública directamente para tratar de interpretar el papel de analizador-catalizador. Fue lo que hice, particularmente, en diciembre de 1995, en la Gare de Lyon, o en mí texto reciente sobre la televisión, en mí participación en los movimientos para la defensa de los derechos de los extranjeros o en los grupos de reflexión, como el Areser (Asociación de Reflexión sobre la Enseñanza Superior y la Investigación), que tienen como meta analizar y dinamizar el sistema de enseñanza; o aun en empresas como Raison d’Agir (nacional e internacional), que pretende fundar sobre análisis científicos, propuestas constructivas de cambio social.

S.B.: Existe aún, entonces, la esperanza de que la sociología tenga un papel liberador.
P.B.: Exactamente. Y en particular, en el plano simbólico. Si los intelectuales pudieran contribuir un poco más remplazar las fuerzas sociales dominantes, no estaría nada mal. Creo que del análisis científico de los campos de producción cultural deben desprenderse principios de lucha específica. Teniendo claro que lo simbólico no es, como pretende la vieja representación marxista, una simple superestructura, sino parte constituyente de la economía misma: la obediencia —es uno de los temas centrales de mi libro Meditations pascaliennes— es uno de sus fundamentos, irreducible a la economía, del orden económico.

S.B.: La sociología puede ser política.
P.B.: Puede estar en el origen de una política específica, de una Realpolitik de la razón, de lo universal, que se ejerce de manera prioritaria en el orden simbólico. Durante mucho tiempo pensé que mi trabajo político era mi escritura, mis trabajos sobre la escuela, los museos, etc. He llegado a pensar que puede hacerse mucho más. Por lo menos pueden combatirse las contribuciones que los mecanismos de reproducción de orden simbólico hacen al mantenimiento del orden establecido. También puede irse más allá de los campos de producción cultural y cuestionar los fundamentos mismos de los mecanismos económicos.

S.B.: Es lo que usted hizo en su interpelación al Sr. Tietmayer, presidente de la Bundesbank.
PB.: La concebí como una contribución modesta, pero con pretensiones de eficacia, a la construcción de un espacio simbólico europeo en el cual el contra-poder simbólico de los intelectuales puede oponerse al poder económico de los banqueros. ¿Cómo? Recordando que las leyes económicas que evoca el banquero, ejerciendo así un poder simbólico, no son leyes fatales (como tampoco lo son las leyes tendenciales que evocaba cierto marxista: el Sr. Tietmayer habla un lenguaje muy cercano al de los teóricos marxistas del capital financiero). Ese destino sólo se impone a la gente, a los trabajadores mismos que se convierten en sus víctimas, porque tiene para él las apariencias de la verdad científica. Destruir la creencia en la fatalidad, en el destino económico, es contribuir a liberar las fuerzas sociales entregadas al letargo, aquellas capaces de conformar un movimiento social europeo —que comenzó a esbozarse con el cierre de la fábrica de Vilvorde— capaz de combatir la tendencia del dumpíng social impuesta por la competencia entre Estados-nación, así como la regresión social emparentada con la destrucción de las adquisiciones más importantes de las sociedades europeas, que son los derechos sociales de los trabajadores. Debo asistir pronto a una reunión que se realizará en Francfort, donde me encontraré con los dirigentes verdes alemanes del SPD y de IG Metall, para discutir la posibilidad de una acción internacional conjunta con los movimientos franceses en los que he participado. No lo digo por vanagloriarme sino para que se entienda que la acción intelectual puede tener alguna eficacia.

S.B.: Resulta difícil encontrar tal cantidad de intervenciones, dirigidas hacia todos los sentidos y no siempre basadas en un trabajo serio, para decir lo menos. Desde este punto de vista, ¿podríamos esperar que, a pesar de todo, un trabajo riguroso sea capaz de producir efectos políticos más importantes?
PB.: De hecho, una acción simbólica eficaz no puede estar a cargo de una sola persona: el tiempo de los profetas solitarios y algo irresponsables ya ha terminado. La idea es producir colectivamente, reuniendo los esfuerzos de todos los especialistas competentes en análisis al mismo tiempo rigurosos y accesibles —sin pretender con ello hacer de la ciencia el fundamento exclusivo y absoluto de la política. Lo siguiente sería, y no es exactamente lo más sencillo, encontrar los medios más eficaces para difundirlos. Los periódicos y los periodistas buscan “firmas”; es decir, nombres reconocidos. No les gusta ni el anonimato ni la impersonalidad de las siglas. Siempre tenemos todas las dificultades del mundo para lograr publicar los análisis y las propuestas del Areser, mientras que existen intervenciones innecesarias que encuentran un lugar entre las páginas de Panorama del diario Le Monde (El mundo) y entre los “rebotes” del diario Libération. Esto nos llevó a crear la pequeña editorial Raison d’agir (Razones para actuar). Ahora bien, como ya lo mostró Patríck Champagne, para acceder al espacio público hay que pasar por los filtros de los medios, convertidos en unos verdaderos gate-keepers (guardianes), para no decir censuradores. Desearía que se creara un movimiento periodístico cívico y crítico, que reuniera a todos aquellos que, incluso en el interior del campo periodístico, soportan pacientemente las censuras del dinero y el poder, mediatizadas por las consignas de los pequeños jefes, y que desaparecen para bien de algunos trabajos de primera, bien pagados y bien dóciles. A través de la concertación y colaboración con ellos, los investigadores podrían contraponerse a los efectos de la despolitización que producen los medios y proponer acciones capaces de limitar la tiranía de las fuerzas económicas.

S.B.: Su concepción sobre las ciencias sociales lo conduce lógicamente a “desfatalízar” el mundo.
P.B.: La sociología desfataliza al enunciar las regularidades a las que obedece el mundo social, abriendo la posibilidad de controlarlas –a punta de esfuerzos más o menos grandes, y en ocasiones desmesurados, como los que harían falta para neutralizar completamente los mecanismos que tienden a garantizar la transmisión del capital cultural. Pero también desfataliza al denunciar los usos abusivos de la ciencia, especialmente los de la economía.

S.B.: La ironía de la historia es que son justamente estas ciencias, que llamamos deterministas, las que recuerdan a los estudiantes que no existe ninguna fatalidad histórica.
PB.: Siempre ha sido así. Los “semi-hábiles” son personas muy peligrosas. La gente que toma partido a favor de M. Tietmayer y sus semejantes en los debates sobre política económica, están tan convencidos, y en ocasiones son tan convincentes, que jamás han descubierto la traición oculta en los conceptos científicos, que se creen autorizados en denunciar —bien en calidad de revanchistas arcaicos, o bien como utopistas írrealistas, según el momento— a quienes se sublevan contra la ley de bronce de los “mercados financieros”. Intentan excluir la posibilidad misma de una acción colectiva orientada en contra de las tendencias económicas consideradas fatales.

S.B.: Más allá de su riqueza teórica, lo que parece caracterizar su empresa en conjunto es una relación bien particular con la práctica.
PB.: Mi difícil relación con el mundo se ha convertido en un constante esfuerzo para combatir eso que, en un sentido absolutamente diferente a su empleo común, Mérleau-Ponty denominaba el intelectualismo. Es por esto que he analizado cuidadosamente, en las Meditaciones pascalianas, las consecuencias (epistemológicas, éticas y estéticas) de la visión escolástica. Pero la ruptura con dicha visión, que me llevó a situar como principio de la acción humana lo que he llamado el habitus; es decir un sentido del juego, un sentido práctico, por oposición a una conciencia intencionada, es indudablemente inseparable de la voluntad, siempre manifiesta en mis trabajos de investigación, construcción teórica y análisis, de romper con la “mirada distante” del espectador, para así inscribir, en la teoría, el punto de vista práctico del agente social. Esto, en el caso de un desempleado, como en La miseria del mundo, o de un gran escritor, como Flaubert o Baudelaire, en Las reglas del arte, o en las Meditaciones pascalianas. La subversión —que es preciso realizar en todo momento del trabajo científico- de la relación establecida entre la teoría y la práctica, no puede dejar de conducir hacia una reflexión sobre los medios de inscribir, en el interior de la objetividad del mundo social, una subversión parecida.

∗Entrevista concedida por Pierre Bourdieu a Sylvain Bourmeau, para la revista Les inrockuptibles, N0 99, abril de 1997, p.22 y ss.,con motivo del lanzamiento de su libro Méditations pascaliennes, Paris, Éditíons du Seuil. Traducción: Daniel Gutierrez.
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